14 septiembre, 2006

Cap. 6: ACLARACIÓN

Quería aclarar que, en el capítulo anterior, sólo la primera y última parte del texto son fruto de mi esfuerzo, y que todo lo que se encuentra dentro de ese largo y penoso paréntesis —ese mundo paralelo tolerado por nuestra gramática— es una interpolación Made in Pulpo. Mi papá jamás usó método alguno de castigo físico para enseñarme algo. De hecho, nunca me enseñó nada. Al menos eso creí durante mucho tiempo, y ahora que lo pongo así, por escrito... no sé...

Era empleado en la Municipalidad, en la sección de registros (donde se archivan planos de edificios y demás construcciones). No le conocí otro oficio. Había emigrado de chico a Buenos Aires, con su familia, en la crecida del fascismo. Pero esa es una historia más grande y ahora no interesa, porque lo que me vino a la mente en este instante es otra cosa.

Parece ridículo —porque yo siempre supe cuál era su rutina— pero hasta este momento nunca me había puesto a pensar —quiero decir, pensar hasta sentir su habitación formándose alrededor de la cama, el día metiéndose por una grieta en la madera veteada de la persiana; hasta ver las agujas del reloj clavadas a las cinco y cincuenta y nueve, y estirar la mano todavía pesada de sueño, quizás pincharse un poco con la perilla gastada, y torcerla para que no suene la alarma, un minuto antes de que el mecanismo cumpliera su parte, para no despertar al hijo en la otra habitación (tiene que haber sido así porque jamás escuché sonar su reloj), o a la mujer que duerme tranquila a su lado, tras un puñado de insomnio compartido; besarla y notar (como al pasar, sin detenerse en el hecho) las marcas que el tiempo fue dejando en el rostro y saber que son las mismas que dejó en el suyo (pero sólo cuando uno las nombra se hacen visibles, si no cada uno tiene el mismo rostro desde el día del nacimiento, desde antes); prepararse una taza de café mientras la casa sigue en silencio y el mundo se reajusta lentamente —el paisaje de siempre vuelve a estar en la ventana: la calle estirada como un río; los rieles del tranvía, cubiertos a medias por el asfalto, prácticamente invisibles, salvo a esta hora en la que brillan al sol; el árbol que, según el momento del año, será oscuro y frondoso, con la copa inquieta como un toro, o de un gris desterrado, casi transparente—, todo cae en su lugar, todo entra en peso, con una eficiencia delicada, para que cuando uno mire las cosas ya estén ahí o hayan estado ahí desde siempre; después el viaje en colectivo, la breve caminata a la oficina y el comienzo oficial de la rutina— y yo nunca me había puesto a pensar en eso. Todos esos años, toda esa parte de su vida (no sólo sus gestos, su deambular en el mundo físico, sino los pequeños desvíos del pensamiento, los asombros que cruzan la mente sin dejar rastro) no tiene testigos, le pertenece solamente a él, sólo me es posible imaginarlo.

El resto del día se le iba en archivar papeles y escribir a máquina. Esto último lo hacía tan lentamente que parecía una tarea dolorosa, como si cada tecla le arrancara un pedazo de piel de los dedos y no se decidiera a tocarlas del todo. A la larga (como le ocurre a cualquiera al cabo de los años) lo ascendieron a supervisor y alguna secretaria o secretario mecanografiaba por él (recuerdo haber visitado una vez su oficina nueva —separada de la antigua por una especie de biombo de papel translúcido — y ser ofrendado a una mujer redonda y roja que, durante toda la tarde, me contó de los campos de sus abuelos, de las cosas que hacía cuando tenía mi edad —siete años—, de cierta vaquita que era suya, llamada Teodora, y de cómo una mañana al llegar a su corral lo encontró vacío, salvo por una nota enganchada al alambre —y todavía preservada en su billetera— que decía: "Querida dueña. Gracias por cuidarme todo este tiempo. Como usted sabe, he crecido y ahora me he propuesto viajar y conocer el mundo. Usted comprenderá. La aprecia: Teodora. Posdata: Ya le contaré algún día qué bien sirven las mesas en los restaurantes de Europa." Ni ella ni yo apreciamos este toque de humor negro. En realidad, yo no lo entendí. Ella intentó explicármelo y se puso a llorar, me echó vagamente la culpa de su malestar, abandonó la oficina antes de tiempo, y papá tuvo que sentarse a terminar sus papeles inconclusos. Esto alargó un día ya lo suficientemente largo de por sí. Releí la historieta que me habían comprado esa mañana —una gruesa adaptación del Barón de Munchhausen, con ilustraciones en blanco, negro y rojo brillante— pero fue un refugio endeble contra la consistencia fría y milimétrica del aburrimiento. El resto de las horas fue invadido por el ruido de la máquina y los disparos de sus teclas, cuyo último destino era aquel cuerpo encorvado y alto, ya escaso de pelo, que a veces se daba vuelta para sonreirme.Nunca más quise acompañarlo al trabajo.) Ahí vamos con los paréntesis de nuevo.


El hecho es que un día (no en una fecha especial, sino un día cualquiera) papá llegó de la oficina, abrió su maletín, sacó un papel, me lo pasó y dijo: "Tuyo". Era una hoja mecanografiada por él ("de puño y letra, en su caso", como dijo el Pulpo, en una de sus raras iluminaciones). Intenté descifrarla pero estaba en otro idioma y yo apenas mordisqueaba el castellano. Le pregunté qué decía. No quiso darle mucha importancia. Me dijo que no me preocupara por ahora, que la guardara bien, y, como había traido otras cosas de regalo —cosas debidamente manufacturadas con las que uno podía jugar—, el asunto quedó olvidado. Ignoro el recorrido de la hoja todos estos años. Algún día habría que escribir —a la manera en la que un general derrotado traza los movimientos invisibles que su enemigo hizo en el terreno— la historia de los objetos que transcurre paralela a la nuestra, los puntos de encuentro con cada uno de ellos, sus largos recorridos de ausencia, su significado delicadamente variable cada vez, su influencia secreta o evidente en nuestro ánimo.

Yo, como la mayoría de la gente educada de hoy, ignoro el latín. Probablemente a papá le quedaba un resabio de su primaria europea. Lo cierto es que un tiempo atrás la hoja volvió a aparecer —resucitada de un cuaderno viejo que traje entre mis cosas a Nueva York— y me propuse encontrar un traductor; por lo que, luego de ciertas averiguaciones en las aulas de letras clásicas, terminé una noche, no lejos de Union Square, cruzando los pasillos de un edificio borrascoso, mal iluminado e infestado de estudiantes con pines de Columbia y NYU, hasta alcazar una habitación negra, sembrada de estatuas de Buda, muñecas de seis brazos, velas e inciensos, donde una fiesta continua estaba en marcha, y en la cual una chica de ojos amarillos y pelo violeta (o al revés) tradujo el poema del latín al inglés, bajo el estruendo sofocante de los parlantes, por quince dólares y consultando sólo una vez un diccionario electrónico que brillaba en la oscuridad con un resplandor verdinoso, como una carga de kriptonita. Más tarde, en la seguridad de mi hogar, leí finalmente la hoja mecanografiada, que de repente había cobrado el aura de un descubrimiento arqueológico.

Estoy tentado de no transcribir la dichosa paginita, de dejarlo todo ahí, medio misterioso. Corre el riesgo de parecer poca cosa. De hecho, en cierta forma, lo es. Pero, en fin...

Es uno de los pocos poemas que sobreviven de Petronio (el del Satiricón). ¿Por qué este poema y no otro? No tengo idea. Es el que empieza "Parvula securo tegitur mihi culmine sedes / uvaque plena mero fecunda pendet ab ulmo..." (para quien quiera buscarlo) y ésta es la traducción de una traducción; o sea la malversación de una malversación:


*


La casa pequeña y el techo silencioso del árbol, la sombra
Del olmo, las uvas en las viñas y las cerezas madurando;
Las manzanas rojas en el huerto, el árbol de Palas
Brotando aceitunas y la tierra bien regada.
Y campos de col y de malva, pesada y reptante,
Y amapolas que seguramente me traerán el sueño.
Y si voy en busca de pájaros o del tímido ciervo
o a pescar truchas con mi caña, esa es toda la astucia
que mis pobres campos conocen.

Así que andate ahora: andá y vendé tu vida, tu vida leve
y el tiempo que huye, a cambio de suntuosas fiestas.
Si a mí también me espera el final, yo sólo pido
que me encuentre acá, y que acá me pida
Las cuentas de los días, de las horas consumidas.


*


De hecho, ahora que crecí un poco, y que pasó el tiempo, y que empiezo a ver más claramente el arco que toda vida traza (de vuelta: Munchhausen montado en una bala de cañón, cruzando el cielo) entiendo el plan sutil que papá ideó: la hoja que él me dió está hecha de tiempo. 4.115 gramos es lo que pesan estos tres momentos (más adelante entrará alguno más): 1. el de mi niñez, cuando la hoja llegó a mis manos. 2. éste, en el que finalmente la leo. 3. aquel instante futuro al que se refiere el poema.

Les dije que era poca cosa. Hay otras —porque en realidad no era esto lo que quería contar cuando empecé— pero hoy las cosas me eluden un poco... (Pasa que leyendo lo de la vez pasada me acordé de mis viejos... Me daban ganas de preguntarles si fueron felices—"Una de las preguntas más imbéciles que se hayan inventado", arremetió el Pulpo cierta vez. "Por eso llevo un puñado de tierrita en el bolsillo: para soplársela en la cara al primero que pregunte. Soplársela y decirle que sí, por supuesto".)

Pero estábamos hablando del día en que fui a ver al Pulpo y en el que este blog finalmente vió la luz.

(continuará...)

(lo prometo, como dijo Judas...)