29 noviembre, 2006

Cap. 8: COMO EL ARTE (NO HAY NADA)

Escribe el Pulpo:

Hace un tiempo me asaltó la idea de que al blog le hace falta un poco de vida, de color, de variedad. Durante el curso de mis investigaciones y estudios, mientras revisaba la extensa documentación sobre el tema, encontré una imagen tan hermosa, tan delicada y tan profunda, que no puedo menos que compartirla con ustedes.

17 noviembre, 2006

Cap. 7: LA LUZ INTERIOR

Resumiendo: Había quedado en ir a consolar al Pulpo, cuyo hámster, Zenón, se había dado a la fuga, dejando no sólo a su dueño sino a la casa entera sin energía eléctrica (todo explicado y detallado en cap. 3 y 5). Y no es que tenga mucho tiempo libre, yo. Dos trabajos tengo (ver capítulo 2), y soportar al Pulpo, tres. Así que ese día que les estaba contando fue de mal en peor.

En mi primer curro (pasear perros) tenía que empezar con un perrito nuevo, Krugger, un Rottweiler simpatiquísimo. Lo había ido a conocer un par de días antes. Contrariamente a la fama de los de su raza, éste era una seda. Se enrrollaba en los pies de su dueño como un gatito. Se paró en dos patas (tenía exactamente mi altura) y me lamió la cara. Pude apreciar de cerca su cuello ensamblado con músculos gruesos y tensos como las cuerdas graves de un piano, sus colmillos delicados y todavía blancos. "Está a punto de cumplir tres, pero es como un cachorro todavía", confirmó el dueño. Hice la pregunta de rigor en estos casos, "¿Cree que puede ser agresivo la primera vez que venga?" "Para nada, en absoluto", respondió el hombre. "Acá están las llaves". Perfecto. No sé cómo será el asunto en los países donde estén leyendo esto, pero en Nueva York uno tiene las llaves de las casas y pasea a los perros mientras la gente está en su trabajo.

Así que dos días después ahí estoy yo, abriendo la puerta y llamando, "Krugger, Krugger", con mi voz de cordero. Debo agradecer a DIos, si es que está leyendo esto, el hecho de que yo tuviese mi mochila en la mano derecha y que la incomparable dentadura de Krugger atravesara sólo su tela y el CD player que llevaba adentro en lugar de mi húmero, mi cúbito o mi radio. Lo malo fue que la mochila cayó justo en el pequeño espacio abierto de la puerta, atascándola y haciéndome imposible recuperarla, sobre todo porque Krugger había puesto una garra sobre ella y me miraba mientras producía un sonido como el que nadie oyó desde que algún antepasado nuestro pasara los domingos dibujando búfalos en el techo de su caverna y apedreara a los leones que le arruinaban el césped.

Pero Krugger conocía su oficio. Seguramente pensaba en una ración extra de carne molida a la noche. Cada intruso aniquilado es un ascenso... Era un perro con ambiciones, no un advenedizo. Con un empujón que no pude contener abrió la puerta un poco más y sacó su cabeza al pasillo... después una pata... todo esto sin dejar de gruñir... Yo creo que a Teseo el asunto ese del Minotauro le fue más fácil... Yo no tengo a nadie que venga a embellecer mis acciones... Homero... Ovidio... todos farsantes. Esto que les cuento ocurrió tal cual.

Corrí escaleras arriba. Era mi única opción. Krugger había tomado posesión del pasillo. Logísticamente hablando no era ningún tonto tampoco. Seguramente había tenido entrenamiento militar. Quiero decir que, como era el primer piso y no había ascensor, técnicamente tenía el edificio bajo control. Nadie podía entrar ni salir sin pasar por su dominio.

Las siguientes cinco horas fueron lentas y dramáticas, pero pueden resumirse así: una chica que bajaba me encontró arrinconado en un recodo de la escalera. Le expliqué lo mejor que pude que no era ni vendedor ni consumidor de drogas y que la situación abajo era grave. Se entiende que yo no podía llamar por teléfono al dueño del perro porque mi agenda estaba en poder del mismo. Pensé en la cinta de Moebius. Me desvanecí. La chica me dejó pasar a su departamento, que compartía con otras tres. Eran todas pakistaníes. "Hay un león suelto ahí abajo", informó. (Supongo que entendió "wild lion" cuando le dije "rottweiler"). Prepararon té y nos sentamos a esperar, turnándonos para vigilar el pasillo, para alertar en caso de que alguien quisiera pasar. Debo decir que tomaron la noticia con bastante calma, salvo una a la que se le estaba haciendo tarde. Trabajaba en esa librería del Village, "Non-Imperialist, Non-Opressive Books"... Justo en esa...

Mientras con el resto hablaba del mundial de hockey y de Ali G, podía ver cómo la cara le iba cambiando de color... rojo... verde... negro. Abajo Krugger ululaba como un endemoniado y parecía haber descubierto dónde se guardaban las escobas y los líquidos para limpiar el piso. Me pregunté si sabría armar explosivos...

A la cuarta o quinta taza de té la chica no pudo resistirse más. "¡Esto es un típico producto de la sociedad machista!", explotó. "¿A quién se le ocurre tener un animal como ese si no es a un hombre?" Era cierto, el dueño era un rubio de esos que se miran al espejo mientras levantan pesas y juegan fútbol americano en la universidad. "¡Y hacía falta otro para dejarlo suelto!" Esto ya se dirigía a mí, me pareció. Me puse en guardia. La chica siguió gritando, "¡Habría que prenderle fuego!¡Habría que cortarle las bolas!"

Yo sé que hablaba del perro, pero cuando manoteó el cuchillo me levanté de un salto y abrí la puerta. Las amigas intentaban controlarla, pero la chica rebotaba contra el techo... ¡Era una bomba de tiempo! ¡Peor! ¡Un arma de destrucción masiva! ¡Un piso más abajo Krugger se reía! ¡Yo lo oí! ¡Me estaba esperando! Me resigné a mi destino y empecé a bajar...

En ese momento sonó la voz del dueño y hubo un silencio y el perro se metió en su casa y mientras yo explicaba todo lo que había pasado y el hombre me decía que no podía ser, que yo le había hecho algo al perro, Krugger se sentaba, se hacía el muertito y daba la pata. Le devolví las llaves. Ya no importaba. Lo dejé en manos de la vecina de arriba, que bajaba tronando como una Valkiria. Pero de esa historia ya no sé nada...

Más tarde, en mi segundo trabajo (en la cocina de un restaurante) también hubo dificultades, cuando una comitiva de empresarios japoneses (de la cual esperábamos una honorable propina) devolvió los platos intactos y se retiró, quejándose de que el pescado no estaba lo suficientemente crudo.

*************

Cuando finalmente llegué a su casa (viernes, 3 am) el Pulpo me recibió a oscuras y me dijo (su voz temblaba con excitación), "Ya está, lo tengo".
"¿Qué cosa?¿Zenón...?"
"No, no: tu blog. Ya está".
"Bueno, me alegro, Pulpo, pero tuve un día larguísimo...", yo ya olisqueaba la cama, se entiende.
"Es la fórmula perfecta...", insistió el Pulpo. Me había agarrado un brazo y no me largaba. Tuve que escucharlo. "Time, Gente, The Paris Review, el Güáshinton Post, la BBC, Gallimard, National Geographics, Penthouse, The Wall Street Journal... todo junto, pero más mejor".
"Genial", le dije. "Pero yo ya tengo mis propias ideas, ¿'tamos?" Me soltó. Busqué la cama a tientas. La ecuación era simple: Dormir = Felicidad.
La voz del Pulpo cruzó la habitación y hundió su pico en mi oído:
"Porque supongo que no te vas a poner a escribir sobre qué dura es tu vida, y las cosas tan interesantes que te pasan con tus perritos, sus pulgas y los clientes tan aristocráticos y fungosos de tu restaurante, ¿no?"
Debo reconocer que en ese momento... no sé, como que me desperté un poco.
"Obviamente no, Pulpo. ¿Cómo se te ocurre tamaña cantidad de aburrimiento?" Insistí con mi línea de defensa: "Entonces ¿Me puedo ir a dormir? Gracias".
"Nóu wéy, man. Me ayudás a buscar al Zenón. Así vuelve la electricitud y me conecto a la web".
El Pulpo suelto en la web. Un peligro, pensé. Seguro que empieza el blog sin mí y pone cualquier cosa.

Durante cuarenta minutos sacudí los mismos tres almohadones, rezando para que el hamster no apareciera. Al final, hasta el Pulpo se dio por vencido. "Me tendría que comprar uno de esos chanchos fluorescentes", dijo. "Para emergencias como esta... Uno o dos, mejor... Son románticos... No hay nada como cenar a la luz de un cerdo... De última lo hacemos jamón... ¿Será esa la famosa luz interior...?".
No contesté. Un alivio que Zenón no apareciese. "Ahora todo el mundo se va a apolillar y listo...", pensé. "Mañana veo cómo le impido al Pulpo que se apodere de mi blog y de mi vida. Ahora, a dormir..."
Abrí la puerta de la heladera para llenerme un vaso con agua y ahí, regalándose un festín de roquefort y mortadela, en perfecto estado de salud física, con su facultades mentales intactas y listo para volver a su trabajo, estaba Zenón.

El Pulpo sonrió y yo me hundí en las oscuras aguas del sueño.

14 septiembre, 2006

Cap. 6: ACLARACIÓN

Quería aclarar que, en el capítulo anterior, sólo la primera y última parte del texto son fruto de mi esfuerzo, y que todo lo que se encuentra dentro de ese largo y penoso paréntesis —ese mundo paralelo tolerado por nuestra gramática— es una interpolación Made in Pulpo. Mi papá jamás usó método alguno de castigo físico para enseñarme algo. De hecho, nunca me enseñó nada. Al menos eso creí durante mucho tiempo, y ahora que lo pongo así, por escrito... no sé...

Era empleado en la Municipalidad, en la sección de registros (donde se archivan planos de edificios y demás construcciones). No le conocí otro oficio. Había emigrado de chico a Buenos Aires, con su familia, en la crecida del fascismo. Pero esa es una historia más grande y ahora no interesa, porque lo que me vino a la mente en este instante es otra cosa.

Parece ridículo —porque yo siempre supe cuál era su rutina— pero hasta este momento nunca me había puesto a pensar —quiero decir, pensar hasta sentir su habitación formándose alrededor de la cama, el día metiéndose por una grieta en la madera veteada de la persiana; hasta ver las agujas del reloj clavadas a las cinco y cincuenta y nueve, y estirar la mano todavía pesada de sueño, quizás pincharse un poco con la perilla gastada, y torcerla para que no suene la alarma, un minuto antes de que el mecanismo cumpliera su parte, para no despertar al hijo en la otra habitación (tiene que haber sido así porque jamás escuché sonar su reloj), o a la mujer que duerme tranquila a su lado, tras un puñado de insomnio compartido; besarla y notar (como al pasar, sin detenerse en el hecho) las marcas que el tiempo fue dejando en el rostro y saber que son las mismas que dejó en el suyo (pero sólo cuando uno las nombra se hacen visibles, si no cada uno tiene el mismo rostro desde el día del nacimiento, desde antes); prepararse una taza de café mientras la casa sigue en silencio y el mundo se reajusta lentamente —el paisaje de siempre vuelve a estar en la ventana: la calle estirada como un río; los rieles del tranvía, cubiertos a medias por el asfalto, prácticamente invisibles, salvo a esta hora en la que brillan al sol; el árbol que, según el momento del año, será oscuro y frondoso, con la copa inquieta como un toro, o de un gris desterrado, casi transparente—, todo cae en su lugar, todo entra en peso, con una eficiencia delicada, para que cuando uno mire las cosas ya estén ahí o hayan estado ahí desde siempre; después el viaje en colectivo, la breve caminata a la oficina y el comienzo oficial de la rutina— y yo nunca me había puesto a pensar en eso. Todos esos años, toda esa parte de su vida (no sólo sus gestos, su deambular en el mundo físico, sino los pequeños desvíos del pensamiento, los asombros que cruzan la mente sin dejar rastro) no tiene testigos, le pertenece solamente a él, sólo me es posible imaginarlo.

El resto del día se le iba en archivar papeles y escribir a máquina. Esto último lo hacía tan lentamente que parecía una tarea dolorosa, como si cada tecla le arrancara un pedazo de piel de los dedos y no se decidiera a tocarlas del todo. A la larga (como le ocurre a cualquiera al cabo de los años) lo ascendieron a supervisor y alguna secretaria o secretario mecanografiaba por él (recuerdo haber visitado una vez su oficina nueva —separada de la antigua por una especie de biombo de papel translúcido — y ser ofrendado a una mujer redonda y roja que, durante toda la tarde, me contó de los campos de sus abuelos, de las cosas que hacía cuando tenía mi edad —siete años—, de cierta vaquita que era suya, llamada Teodora, y de cómo una mañana al llegar a su corral lo encontró vacío, salvo por una nota enganchada al alambre —y todavía preservada en su billetera— que decía: "Querida dueña. Gracias por cuidarme todo este tiempo. Como usted sabe, he crecido y ahora me he propuesto viajar y conocer el mundo. Usted comprenderá. La aprecia: Teodora. Posdata: Ya le contaré algún día qué bien sirven las mesas en los restaurantes de Europa." Ni ella ni yo apreciamos este toque de humor negro. En realidad, yo no lo entendí. Ella intentó explicármelo y se puso a llorar, me echó vagamente la culpa de su malestar, abandonó la oficina antes de tiempo, y papá tuvo que sentarse a terminar sus papeles inconclusos. Esto alargó un día ya lo suficientemente largo de por sí. Releí la historieta que me habían comprado esa mañana —una gruesa adaptación del Barón de Munchhausen, con ilustraciones en blanco, negro y rojo brillante— pero fue un refugio endeble contra la consistencia fría y milimétrica del aburrimiento. El resto de las horas fue invadido por el ruido de la máquina y los disparos de sus teclas, cuyo último destino era aquel cuerpo encorvado y alto, ya escaso de pelo, que a veces se daba vuelta para sonreirme.Nunca más quise acompañarlo al trabajo.) Ahí vamos con los paréntesis de nuevo.


El hecho es que un día (no en una fecha especial, sino un día cualquiera) papá llegó de la oficina, abrió su maletín, sacó un papel, me lo pasó y dijo: "Tuyo". Era una hoja mecanografiada por él ("de puño y letra, en su caso", como dijo el Pulpo, en una de sus raras iluminaciones). Intenté descifrarla pero estaba en otro idioma y yo apenas mordisqueaba el castellano. Le pregunté qué decía. No quiso darle mucha importancia. Me dijo que no me preocupara por ahora, que la guardara bien, y, como había traido otras cosas de regalo —cosas debidamente manufacturadas con las que uno podía jugar—, el asunto quedó olvidado. Ignoro el recorrido de la hoja todos estos años. Algún día habría que escribir —a la manera en la que un general derrotado traza los movimientos invisibles que su enemigo hizo en el terreno— la historia de los objetos que transcurre paralela a la nuestra, los puntos de encuentro con cada uno de ellos, sus largos recorridos de ausencia, su significado delicadamente variable cada vez, su influencia secreta o evidente en nuestro ánimo.

Yo, como la mayoría de la gente educada de hoy, ignoro el latín. Probablemente a papá le quedaba un resabio de su primaria europea. Lo cierto es que un tiempo atrás la hoja volvió a aparecer —resucitada de un cuaderno viejo que traje entre mis cosas a Nueva York— y me propuse encontrar un traductor; por lo que, luego de ciertas averiguaciones en las aulas de letras clásicas, terminé una noche, no lejos de Union Square, cruzando los pasillos de un edificio borrascoso, mal iluminado e infestado de estudiantes con pines de Columbia y NYU, hasta alcazar una habitación negra, sembrada de estatuas de Buda, muñecas de seis brazos, velas e inciensos, donde una fiesta continua estaba en marcha, y en la cual una chica de ojos amarillos y pelo violeta (o al revés) tradujo el poema del latín al inglés, bajo el estruendo sofocante de los parlantes, por quince dólares y consultando sólo una vez un diccionario electrónico que brillaba en la oscuridad con un resplandor verdinoso, como una carga de kriptonita. Más tarde, en la seguridad de mi hogar, leí finalmente la hoja mecanografiada, que de repente había cobrado el aura de un descubrimiento arqueológico.

Estoy tentado de no transcribir la dichosa paginita, de dejarlo todo ahí, medio misterioso. Corre el riesgo de parecer poca cosa. De hecho, en cierta forma, lo es. Pero, en fin...

Es uno de los pocos poemas que sobreviven de Petronio (el del Satiricón). ¿Por qué este poema y no otro? No tengo idea. Es el que empieza "Parvula securo tegitur mihi culmine sedes / uvaque plena mero fecunda pendet ab ulmo..." (para quien quiera buscarlo) y ésta es la traducción de una traducción; o sea la malversación de una malversación:


*


La casa pequeña y el techo silencioso del árbol, la sombra
Del olmo, las uvas en las viñas y las cerezas madurando;
Las manzanas rojas en el huerto, el árbol de Palas
Brotando aceitunas y la tierra bien regada.
Y campos de col y de malva, pesada y reptante,
Y amapolas que seguramente me traerán el sueño.
Y si voy en busca de pájaros o del tímido ciervo
o a pescar truchas con mi caña, esa es toda la astucia
que mis pobres campos conocen.

Así que andate ahora: andá y vendé tu vida, tu vida leve
y el tiempo que huye, a cambio de suntuosas fiestas.
Si a mí también me espera el final, yo sólo pido
que me encuentre acá, y que acá me pida
Las cuentas de los días, de las horas consumidas.


*


De hecho, ahora que crecí un poco, y que pasó el tiempo, y que empiezo a ver más claramente el arco que toda vida traza (de vuelta: Munchhausen montado en una bala de cañón, cruzando el cielo) entiendo el plan sutil que papá ideó: la hoja que él me dió está hecha de tiempo. 4.115 gramos es lo que pesan estos tres momentos (más adelante entrará alguno más): 1. el de mi niñez, cuando la hoja llegó a mis manos. 2. éste, en el que finalmente la leo. 3. aquel instante futuro al que se refiere el poema.

Les dije que era poca cosa. Hay otras —porque en realidad no era esto lo que quería contar cuando empecé— pero hoy las cosas me eluden un poco... (Pasa que leyendo lo de la vez pasada me acordé de mis viejos... Me daban ganas de preguntarles si fueron felices—"Una de las preguntas más imbéciles que se hayan inventado", arremetió el Pulpo cierta vez. "Por eso llevo un puñado de tierrita en el bolsillo: para soplársela en la cara al primero que pregunte. Soplársela y decirle que sí, por supuesto".)

Pero estábamos hablando del día en que fui a ver al Pulpo y en el que este blog finalmente vió la luz.

(continuará...)

(lo prometo, como dijo Judas...)

20 junio, 2006

Cap. 5: CARÁMBANOS

Esta vez decidí no acudir al Pulpo, al Pulpo displicente y maniático, y resolver las cosas a mi modo. Saqué mi libreta. Reflexioné. Anoté: "Aquí comienza la Vida Nueva". Me detuve. Lindo. Original. Pero no lo suficientemente preciso. Taché. Escribí: "Planificamiento/ación de Estrategias y/o del Resto de Mi Vida/Existencia/Sonambulismo." Taché. Escribí: "Itemización de prioridades vitales." Releí. Nada mal, nada mal. Taché. Escribí: "Lista". Mejor. Y después:

Punto 1: Averiguar quiénes son los visitantes de anoche. [Ver capítulo anterior]
Punto 2: ...

No pude pensar en nada más.

Pasos a seguir:
1ero: Hacer un blog para despistarlos, para ganar tiempo.
2ndo: No hablar con el Pulpo. Bajo ningún concepto. No confiable. Jamás.

En ese momento sonó el teléfono. Atendí:
"Estoy desesperado "—(la voz del Pulpo)—"Al borde del colapso, del abismo mismo..."
Su tono derrotado me ablandó. Un amigo... en apuros... ya se sabe... y yo no pude más que...
"Bueno, calma, respirá hondo", le dije. "Llamo a los médicos... Voy para allá... No hagas una locura... ¿Tan mal estás?"
"No. Mentira. Pero quiero mirar la tele y Zenón no aparece..."

(Zenón es el hamster del Pulpo, de quien depende la electricidad de la casa. Es decir, el hamster corre en una rueda tratando de alcanzar la semilla de girasol, y este movimiento, por medio de dispositivos y cableados minuciosos, suministra la preciosa energía que ilumina los quehaceres y desquehaceres del Pulpo. Mejor sería dejar todo a oscuras, dirán, pero es su vida, e igualmente ya expliqué todo esto en el capítulo tercero, que todo el mundo debería consultar. Ahora, yo no quiero digredir, porque a mí me enseñaron que la digresión es cosa fea, pero me gustaría decir..., un momento..., me gustaría decir que no puedo estar permanentemente explicando cosas que ya expliqué en capítulos anteriores, porque si yo tuviese que interrumpir a cada rato el hilo de la historia sería una cosa de nunca acabar, y a pesar de que yo entiendo que la gente lee blogs como y por donde se le antoja, sería mejor y muy apreciado que todos los lectores que nos van a estar siguiendo, digamos, de acá a tres años —unos 300.000 aproximadamente, según el Pulpo — se pusiesen de acuerdo y empezaran a leer desde ahora, así ya no harán falta más notas, ni referencias a capítulos ni actos anteriores, y todos podremos enfocar nuestra atención exclusivamente en los hechos narrados y su decurso, como corresponde, y no andar interrumpiendo, ni digrediendo, o digresionando, que es una cosa espantosa, antiética y espuria, costumbre de malos escritores y, según mi agente literario, para nada comercial, porque dispersa la atención del lector, él sabrá, por algo vive de eso, aunque también dice que el sistema editorial no da para más, y que el auto que se compró al final es una porquería y que mejor sería tener un dromedario, que no consume nafta y come cualquier cosa que logra arrebatarle a los niñitos, pero sobre todo que hay que evitar la digresión como se evitan las deudas, el cólera y las ex-parejas, porque si no se va todo al muere, al mismísimo demonio, por lo que nunca, nunca, nunca hay que digredir—yo recuerdo una mañana de invierno, en mi tierna edad —era sábado, hacía frío, desde la ventana podía ver los carámbanos cristalizados en las canaletas y los techos de las casas vecinas, destilando la luz hacia el vidrio helado y haciéndola brillar en círculos contra el azul silencioso del cielo, los carámbanos dije, esos pedacitos de hielo puntiagudo, colgados de ramas, tejas y barandas como pequeños murciélagos transparentes, y que, al producirse ciertas variaciones ascendentes en la temperatura atmosférica, empiezan a derretirse y generalmente le dejan caer a uno una gota justo en la nuca, enfriándole los pensamientos y dándonos un justificativo para detestar el mundo —como si faltaran— podría proveerles una lista de justificativos, yo, más larga que la guía telefónica — y no sólo los carámbanos, ¡Los Polos!, así como lo oyen, me dicen que los Polos también se están derritiendo ¡No es un invento! — y ese sería el menor de los problemas — podría explicarles perfectamente por qué es el menor de los problemas, no son argumentos los que me faltan, no, no, no, pero no quiero irme por las ramas, cada cosa en su momento — porque aquel día de invierno, en los años tiernos de mi infancia — la infancia termina a eso de los 11, 12 años... 13 para algunos... 14 en mi caso — aquel día de invierno ningún temor por el derretimiento de los carámbanos podía turbarme, y estaba disfrutando de la claridad adormecida que entraba por la ventana, y de la congregación de mantas sobre mi cuerpo, cuando entró mi padre, sosteniendo en sus manos afiladas uno de mis cuadernos del colegio.
"¿Qué significa esto?", preguntó.
Yo levanté los hombros en señal universal de incomprensión. ¡Paf! En la cabeza, con el revés del cuaderno.
"Repito...", dice manteniendo su tono tranquilo y correcto.
(Debo aclarar que para mi padre el castigo físico no era un castigo en sí, sino un método de enseñanza, y que aplastarme los dedos en la puerta, o colgarme de los pies en pinos estrictos y pinchudos, eran artificios que aplicaba sin ninguna especie de resentimiento personal y con una calma y un razonamiento ejemplares. Quería resaltar eso. Le debo mucho a mi padre.)
"¿Qué significa esto?", insiste.
"No sé", digo. ¡Paf! El cuaderno era rojo, cuadriculado y de tapas duras, forradas con ilustraciones de la guerra de la Triple Alianza. (Siempre hay alguien que necesita detalles).
"¿Qué significa esto?", repite, con su voz calma y amable.
"Nada", contesto. ¡Paf! Anillos de metal tenía, también, el cuaderno.
"Esto..." Fíjense cómo mi padre abrevia lúcidamente la pregunta, porque ya adivina que yo empiezo a entender de qué se trata la cosa. Gran jugador de ajedrez, mi padre.
¡Paf! Esa fue porque tardé en contestar. Era un cuaderno precioso... Si lo hubiesen visto...
"3 en Matemática..., 2 en Dibujo...", enumeró.
Empecé a excusarme, a explicar que la maestra de Matemática no me quería, que la de Dibujo era una vieja feísima, la de Literatura una comunista —era otra época, se entiende, me agarraba a cualquier posibilidad—, el de historia un cocalero, y que... Mi padre me detuvo.
"No digreda", dijo, levantando un dedo.
"Pero... yo...".
"Es muy feo digredir. Cosa de ateos. A ver, conjúgueme el verbo 'digredir'".
"Yo... dig... gredo... Tú digredes... El digrede...", (fui tomando impulso), "Nosotros digredimos... Ustedes digresian... digreden... Ellos digreden..." Bastante bien, creo.
"Y en la Península Ibérica...", insistió mi padre, fiel a su ideal pedagógico. "¿Cómo dirían en la Península Ibérica?"
Yo no sabía qué era una península. Mucho menos una ibérica... Mi padre mostró clemencia. Me ayudó un poco:
"Vosotros... di-gre...
"¿-déis?..."
"-di-is... ¿Está claro? Entoces, ¿qué hemos aprendido hoy?"
No me animé a contestar.
"Que digredir", sentenció mi padre, "es una falta de respeto".
Y para que no olvidara la lección, me pinchó la pierna con un alfiler. Desde entonces aprendí a no digredir.)

"Zenón no aparece...", dice el Pulpo [Zenón es el hamster del Pulpo, no sé si lo dije]. "Puse lechuguitas por todos lados... y nada... ¿No se da cuenta, el ingrato, de cuánto lo quiero? Lo llamo... ¡Zenón! ¡Zenón!... y no contesta... Voy a probar con veneno. ¿Debería probar con veneno?"
"No hagas nada. Quedate en paz", le dije. "Voy a tu casa y te ayudo a buscarlo. ¿Está bien?".
"No... no hace falta... dejá... para qué... todo es en vano... ¿A qué hora venís?"
"En cuanto pueda, Pulpini. No sé, en un rato."
"¿Antes no podés?"
"Es que tengo que trabajar, Pulpo. Yo trabajo ¿sabés? Así que me voy a hacer una escapada, en algún momento, sólo para darte una mano. ¿Está bien? ¿Es suficiente? ¿Pulpo? ¿Estás ahí?"
Sólo el tono vacío del teléfono. Parecía que había estado hablando solo.

Me calzé los botines, agarré mi mochila, y salí hacia el amplio día inabarcable. ¿Qué destino sorpresivo, qué nuevas aventuras me traería?...
Para empezar, ni bien cerré la puerta descubrí que me había dejado las llaves adentro de casa. De pronto adiviné que la jornada sería larga... y el retorno más largo aun, largo y penoso...

(continuará...)

23 mayo, 2006

Cap. 4: UNA VISITA INESPERADA

Cierta noche desperté de un sueño intranquilo para encontrar sentados a los pies de mi cama a dos sujetos de aspecto porfiado y mezquino. Ambos vestían saco, guantes, corbata, sombrero y anteojos negros; y podría decir que eran idénticos (como una cucaracha es idéntica a otra), si no fuese porque uno era corto y macizo, y el otro alto y delgado como una antena. Este último dijo:
"Sos un listillo ¿no Mac? Un tipo vivo ¿eh? Un hombre de genio. Es un hombre de genio ¿no?", y golpeó con el codo al más gordo, que parecía dormitar y que después de unos instantes confirmó, "De genio, sí... muy listo".
"Creo que ya fuiste... digamos... incentivado... para hacer un blog..."
"Incentivado, sí... blog...", apoyó el gordo.[Ver 'posts' anteriores]
"Y creo que sabés que hay que hacerlo... digamos... ¿Cuál es la palabra?..."
"Raudamente...", dijo el otro.
"Eso... 'raudalente'. ¿Y sabés qué significa 'raudalente'? ¿Sabés...? Que al jefe no le gustan los lentos".
Eso les pareció muy gracioso y los dos se quebraron en una risa que parecía esa tos inventada por las infecciones pulmonares.
"Al jefe no le gusta esperar", siguió el alto. "Se pone inquieto cuando espera, se pone ansioso, empieza a cortar dedos, sí. Tiene que ser un blog exitoso. Muchas visitas diarias".
"¿Cien? ¿Cientoveinte?", arriesgué.
"Cincuenta mil. Cien mil", dijo el alto.
"Mínimo", dijo el otro.
"Queremos un lugar donde publicitar nuestros... ¿cómo llamarlos?..."
"¿Productos?", pregunté.
"Manufacturas", dijo uno.
"Manufacturas", confirmó el otro.
"¿Y cómo hago para que cien mil personas visiten el blog cada día?", pregunté.
"Ese es tu... problema... Sos un vivo ¿no?... Sos un tipo vivo ¿no?"
"¿Pornografía?", pregunté. Se miraron.
"Al jefe no le gusta la pr..., la pro..., la sicalipsis...", dijo uno.
"Ni la concuspiscencia", dijo el otro.
"Al jefe le gusta ser sorprendido... digamos... gratamente".
"Cuando es sorprendido... ingratamente ¿Qué ocurre entonces, Mac?". Insistían en llamarme Mac. No me llamo Mac, nunca nadie me había llamado Mac.
"¿Qué ocurre, eh, eh? ¿Whats?", se exasperó el gordo. Escupía en cada "s".

Entonces el otro hizo la forma de una tijera con los dedos de la mano derecha, la acercó al índice de la mano izquierda y, "Zziip", dijo. "¿Se entiende? Zziip", repitió. Hizo descender su dedo, zumbando y trazando círculos en el aire como una mosca, hasta que "poc", lo dejó inerte en el piso. Bastante gráfico.

(Continuará...)

28 abril, 2006

Cap. 3: EL MEDIO ES EL MENSAJE

Un par de días después [ver capítulo anterior], un golpe receloso en la puerta llamó mi atención. Cuando abrí no vi a nadie y pensé que era otra treta jugada por mi intrépido cerebro, hasta que sentí una espontánea depresión en un pie, después en el otro, y esa sensación se tradujo en dolor. Bajé los ojos y descubrí la causa de mi desgracia.

Un chiquito, con la nariz aureolada de mocos, se concentraba en una generosa donación de pisotones, como si de esa misión dependiese el destino del mundo. De un empujoncito lo senté en el piso, pero debía tener resortes en lugar de nalgas porque al segundo estaba erguido otra vez. Debo reconocer que me asusté. Pensé que iba a pisarme de nuevo.

En lugar de eso me echó una mirada de desprecio y me alcanzó un papel. El Pulpo, obviamente, que encuentra maneras cada vez más baratas y distantes de comunicarse. Sentí pena por el mensajero, después de todo era solamente un chico. Me agaché hasta su altura.

"¿Querés galletitas?¿Eh?¿Galletitas y un vaso de Coca-Cola?¿Sí?"

Su silencio filoso era todo lo que estaba dispuesto a darme. Abrumado, quise cerrar la puerta, pero su pequeño pie estricto me lo impidió. Comprendí. Saqué un dólar del bolsillo, se lo entregué. El pie seguía firme. Le dí un dólar más. Otro. Escupió en el piso y desapareció por la escalera.

El papel era un telegrama, pero no estaba escrito a máquina. En su caligrafía lamentable, el Pulpo decía:

nene caca.stop.hay millones de blogs.stop.nadie los lee.stop.the dream is.stop. over.stop.sefiní.stop.los únicos que quedan.comma.sus autores no ven más allá de sus ombligos.recontrastop.ya son noting.stop.perdón.stop.quise decir nothing.stop.fósiles digitales.stop.Zenón se escapó de la jaulita.stop.debo irme.stop.over.

Zenón es el hamster del Pulpo. Le gusta verlo desquiciarse en esa rueda fija. Una semilla de girasol se balancea en la parte de arriba mientras Zenón pugna ahí abajo, sudando su sudor de hamster. Claro que el Pulpo, que no desaprovecha nada, pergeňó un mecanismo para que el movimiento de la rueda le proporcione energía a su lamparita eléctrica, bajo la cual reparte su ocio y sus obsecuencias.

Fui hasta la computadora y le mandé un email: “Un nene me dejó tu mensaje asqueroso. ¿Por qué siempre tus manejos patéticos? ¿Por qué no usar la web, como una persona civilizada?”

Al minuto recibí lo siguiente: “No contesto emails. Me ne frega la internet.”

Imprimí mi mensaje tal cual era. Compré estampillas, fui hasta el correo, envié la carta.

Tres días más tarde el mismo chico apareció con la respuesta. Esta vez fui cauteloso, lo mantuve a raya esgrimiendo los tres dólares desde el principio.

El papel decía: “este sistema es más humano.stop.estoy sin luz.stop.qué pelotudos que son los hamster.stop.”

Por la tarde envié una carta certificada diciendo: “Estás demente”.

Su respuesta tardó dos días: “puede ser.stop.¿no son unos pelotudos los hamster?.stop.post data.stop.cuidado,el párvulo muerde.full stop.”

Tuve que buscar “párvulo” en el diccionario, pero no voy a facilitarle la tarea a nadie.

Con tantas idas y venidas, los temores del comienzo [ver Capítulo 1] se fueron disipando, las amenazas se disolvieron en el recuerdo, vinieron días más calmos. Lucette se quedó conmigo una semana. Había estado fotografiando algunos parques de EEUU, pero justo fue en la época de las manifestaciones de inmigrantes; así que de atrás de cada malvón brotaba un mexicano, y entre los rosales se descubrían chinos con abanicos y gamberros de la india, transaccionando maní.

Había, incluso, una foto muy linda de un colibrí en pleno vuelo, mezclando el color rojizo de sus alas con las gotas doradas de una fuente, sobre la cual estaba a punto de posarse a beber; y todo en la imagen era muy leve y delicado, salvo que desde el fondo un serbo-croata, con los pantalones bajos, meneaba un trasero pálido y tranquilo como una luna sobre el Adriático.

Lucette se fue para continuar su trabajo, y yo me quedé un poco más contento y tranquilo, por lo que decidí que no necesitaba escribir un blog en absoluto, y que no iba a hacerlo.

Hasta que algo inesperado sucedió.

(Continuará...)

23 abril, 2006

Cap. 2: ENTRA (O CASI) EL PULPO

El Pulpo, pensé. Dos días enteros intenté dar con una idea para un blog sin otro resultado que la avería de un ojo por rascado excesivo y una ligera tosecita asmática, normal en épocas de stress.

No sé si lo dije. Vivo en Nueva York desde 1999. Lucette a veces viene, aunque en general ella vive en otros lados. Es fotógrafa, viaja. Cuando se queda conmigo, paga parte del alquiler, si no pago yo solo. Hay que estar preparado. Tengo dos trabajos: de día paseo perros, de noche me arrastro en la cocina de un restaurante. Mi sueño es ser agente secreto, o mejor un investigador privado, tipo Holmes o Marlowe. Esto es para que se hagan una idea.

Vuelvo a lo que importa. Era de mañana, temprano. No había dormido en dos días. Me dolían todos esos huesos de los que no sé el nombre, me sentía miserable.
El Pulpo. Así como estaba me regurgité a la calle. El sol cegaba, el asfalto cegaba, todo cegaba. El único que puede ayudarme, pensé, es el Pulpo.

Ahora, el Pulpo (o "Pulppo", como dice llamarse) tiene sus cosas. Lo conozco de hace tiempo. Es decir, antes era un simple conocido. Acá, en Nueva York, el exilio fabricó lo que a la naturaleza ni se le habría ocurrido: somos amigos. O casi.
Aunque vivió en Argentina no es originalmente de allá. Lo sé porque el acento no cierra del todo. Tropieza en las 'erres' y sus 'pes' van acompañadas de tensas escupidas en staccatto.

El Pulpo es unos años mayor que yo, eso es seguro, y tiene lo que las ancianas en las verdulerías y los escritores de novelas llaman un "pasado", cosas que ocultar. Nunca quise averiguar mucho. El Pulpo vino de lejos. Quizá hasta sea un ser humano. No sé. Vino de lejos. Habla poco. A veces no habla nada. Tiene mal genio. Es un Pulpo con pocas pulgas.

Vive en un sótano de Brooklyn. Sale poco. Vive rodeado de cables. Tres monitores y cuatro impresoras zumban sin parar. El Pulpo calcula, organiza. A un costado tiene un Atari también. A veces juega al Pac-man. Dice que le trae recuerdos, que es un diagrama de la vida. El resto de la casa son libros. Pilas y pilas, de todo tamaño y color. Hay algunos que tienen fotos, pero esos mejor olvidarlos. "Hay que pasar el invierno", dice.

Cuando digo que "dice", a veces quiero decir que "escribe". Manotea lentamente el teclado, deja caer primero un seudópodo, después algún otro, y mientras tanto me vigila con un ojo. Mira la pantalla, mete una letra, para, te mira con un ojo; mira la pantalla, mete una letra, para, y así. Después se queja porque me exaspero. Lo hace a propósito, para molestar. Su indolencia lo lleva al punto de no querer usar sus cuerdas vocales. "Mi padre era tenor", miente. "Me enseñó a cuidarlas".
Pero cuando el exasperado es él, muge a toda velocidad, con esa voz de cactus que le espina la garganta y todos los oídos alrededor.
Chupa permanentemente un bombilla. ¿Qué será? ¿Coca? ¿Mate? Puede ser. Puede que no.

La cuestión es que fui a verlo a él, porque él sabe de computadoras y eso. Quería explicarle que tenía que hacer un blog, que estaba obligado a hacerlo (ver 'post' anterior), que necesitaba su ayuda porque no me alcanza el tiempo, con los dos trabajos y todo...
Golpeé la puerta dos o tres veces, la última gritando su nombre para estar seguro, pero no hubo respuesta. Que el Pulpo no esté en casa es raro. Tan frecuente como un eclipse de sol, o menos. No tuve más remedio que sentarme a esperar que apareciera.
Todo el día esperé, haciendo un par de 'breaks' para comer un sánguche y usar el baño del bar de la esquina. Después daba la vuelta, bajaba la escalera a la derecha del edificio, donde guardan los tachos de basura, me metía por la 'salida de incendio' y bajaba un poco más hasta la puerta del Pulpo. Cada vez que volvía llamaba de nuevo, por si las dudas. Así se fue todo el domingo, el único día libre que tenía.

Acabo de buscar la palabra sinuoso en el diccionario: curvo, serpenteante, quebrado, zigzagueante, tortuoso, retorcido. El Pulpo es sinuoso.

Al final, a eso de las diez de la noche, me dí por vencido y decidí volver a casa. Con un resto de furia impotente, le encajé una última patada a la puerta, escoltada por un insulto.
"¿Por qué no te dejás de molestar, querido?", dijo una voz desde adentro. El Pulpo, obviamente. Después de los obvios reproches, que abrevié por saberlos inútiles contra el Pulpo, le expliqué brevemente la historia del blog.
"Dejame pasar", rogué.
"Hoy no puedo. Estoy haciendo mis cosas", respondió.
Ahora, qué es eso que el Pulpo llama sus cosas, yo no quiero saberlo.
"Hablamos mañana. No. La semana que viene", dijo y escuché sus pasos alejarse. Era una simulación.
"Pulpo, seguís ahí ¿no?"
"Psé..."
"Oíme, Pulpo, no puedo esperar hasta la semana que viene..."
"La semana que viene es buey", dijo. Buey. Otro pulpismo. Seguramente por 'buena'. Supongo. Es uno de sus trucos para cortar una discusión. Mete una palabra sacada de la manga y te descoloca, produce un vacío, y el hilo de la conversación se disuelve, se pierde. No hubo más preguntas.
Salí hacia la noche y el final del invierno. En la calle lloviznaba, en casa me esperaban dos mensajes en el contestador: una publicidad de cruceros en el caribe y un aviso de desconexión si no pagaba la cuenta en tres días.

Y todavía tenía qué pensar sobre qué hacer un blog.

(Continuará...)

21 abril, 2006

Capítulo 1: LEY DE MURPHY, NUEVAS APLICACIONES

Todas las personas infelices son infelices de la misma manera; todos las personas felices, son felices cada cual a su modo. Por ejemplo, aquella tarde yo era feliz por la azarosa combinación de no tener que trabajar en horario nocturno y de llevar un par de zapatillas nuevas bajo el brazo, golosamente saboreando el final de mis callos, fungosidades y talones ampollados. Pero todo terminó, ay, muy rápidamente.

Estaba casi llegando a mi casa cuando los detecté. Los había visto una o dos veces, probablemente en alguna de esas fiestas insondables que fabrican mis amigos, pero no los conocía. Se movían en grupo, imposible definir el número, ruidosos, ajenos a todo lo que no empujaran o aplastaran con el pie. Quise hacerme el distraído, pero muy pronto una mano y después otra me pesaron sobre el hombro.

"¿Por qué no hacés un blog?", me dijeron. "Dale, hacé un blog, todo el mundo tiene un blog, un blog es lo más".

"¿Un qué?", pregunté.

"Un blog", explicaron, "uno de esos cosos que escribís en internet". Me confundí por un momento, pensé que era una propuesta.

"Y... ¿cuánto pagan?", me descolgué. Se rieron.

"No, plata no hay", dijeron, "pero ponele que contás tu vida, las cosas que te pasan, a todos nos pasan cosas ¿no?" Asentí con reserva.

"Bueno", siguieron, "entonces ponele que hoy, no sé, te levantaste y el precio de la manteca aumentó. Entonces agarrás y hacés un berrinche ahí, por escrito, y te desquitás todo lo que querés. Si estás deprimido, los deprimís a todos. Si estás enojado porque el tren vino tarde, vas y puteás ahí, contra el estáblishment. El blog es la libertá ¿entendés?, la libertá misma. Así que vas a hacer uno".

Hubo un silencio incómodo en donde esa última frase se hizo casi visible y palpable: las palabras cambiaban de forma mientras su sonido se deshacía en el aire, como pedazos de humo. Poco antes de desaparecer por completo les crecieron dientes, lo juro.

"Por ejemplo", dijeron, "hay uno que escribe sobre las minas que acuesta; pero después hay otro de una tipa que se queja de los hombres, y da consejos de cómo vengarse de los ex-novios ¿entendés?" Lo explicaban extasiados, como si me estuviesen mostrando un animal mitológico. Aunque, pensé, si tuviesen adelante suyo un unicornio, probablemente le pondrían "Winner" y lo venderían en el hipódromo.

"Después hay como mil que comentan las noticias de los diarios, las revistas..." Empezaron a enumerar con los dedos, pero después del dos se atoraron y cambiaron de tema. "O hablan de la música, de las películas, de lo que se les cante ¿entendés?"

"Es una gansada", interrumpí.

"Callate", dijeron: "El punto es que das a conocer tu vida, hacés oír tu voz—"

"No tengo tiempo", dije y empecé a caminar. La puerta estaba a escasos diez metros. Me cortaron el paso, había enojo en sus maniobras.

"¿Quién sos vos para no tener un blog? ¿No sos habitante de este mundo, vos, acaso? ¿No tenés el mismo derecho que todos los demás? ¿Quién te creés que sos para hacerte el no importante, el marginado, el segregado? Vas a hacer un blog. Es hora. Es el momento. Así de simple."

Ni loco, pensé. "¿Para qué? ¿Un blog para qué?"

"Para nada", dijeron, "para hinchar las pelotas. Un blog, man, un blog, no importa para qué, no importa qué, a nadie le importa qué".

"Si a nadie le importa 'qué', entonces ¿para qué cuernos me voy a poner a hacerlo?", pregunté. Me miraron desconfiados.

"Vos escribís ¿no? Vos sos escritor ¿no?". Pusieron un dedo en mi pecho. Apretaron. De esa pregunta ví colgar un hilo con algo turbio en el fondo. Claro, yo les había pasado dos o tres cosas a mis amigos para que leyeran; sobre todo a mis amigas. Hazte fama... Después por todos lados se jactaban de conocer a uno que escribía. Para quedar bien, me señalaban en los bares, en las reuniones, en las casas de repostería. Yo —el tímido, el humilde— negaba con la cabeza y proponía una sonrisa estudiada, una negación de la negación. Ahora esa confianza ociosa que tenían en mí se había dado vuelta, había viajado hasta gente extraña, distante.

"Sí, claro, claro", respondí. "Quiero ser... escritor..." No fue suficiente. Se miraron. Intenté explicarme. "Pero todavía no veo pará qué hacer un blog—" Me cortaron en seco.

"Para nuestro deleite", dijeron con acidez. No tuve respuesta. "Nos aburrimos", agregaron. Empezaron a alejarse, se dieron vuelta y, con la lentitud de un veneno, gruñeron, "Si no hacés un blog...", y se pasaron un dedo por el cogote, un dedo afilado y con premoniciones de cuchillo.

***

Escritor, escritor. Subí al departamento, fui hasta el cajón. Conté: 23 poemas y 3 cuentos. Uno sin terminar. Esas ridículas 36 páginas me habían mantenido en marcha durante tres años; pero ahora el motorcito empezaba a toser, a pedir combustible. No sé cuántas horas me pasé desmontando y rearmando las navecitas del Lego (me ayuda a pensar) sin que nada se me ocurriera. No podría escribir un blog ni aunque de eso dependiera mi vida, lo cual probablemente sea el caso.
Me acordé de una de las citas del Pulpo. Al Pulpo le gusta citar en caliente, mientras las cosas suceden. Siempre tiene una cita lista, lleva los libros adentro. Una de sus favoritas es esa de Nietzche: "Lo malo del desierto es quedarse sin nafta, brother". Nunca la verifiqué.

(Continuará...)

20 abril, 2006

INTRODUCCION: APOLOGIA PRO VITA SUA

Siempre pensé que cuando tiviese un blog lo primero que iba a hacer era disculparme por tener un blog. Mucha gente va a caer acá por azar y valiosos segundos de sus vidas serán perdidos para siempre. La vida viene sin garantía y el Encargado de Quejas se hace el sota. Pero mi romanticismo se fue a los caños, porque ahora sólo puedo disculparme por la animalada que escribió el Pulpo la semana pasada. Ya fue debidamente borrado y olvidado. Espero que nadie haya copiado el texto —ni la foto, por Dios, ni la foto— y que no resurjan en algún futuro impensable, lejano y tenebroso. No hay excusa posible, salvo que el Pulpo es así. En la próxima entrega pasaré a contar cómo nació este blog.